EL CONTENDOR POR LA FE

Dedicatoria:



A la Revista Evangélica homónima que se publicó entre los años 1924 al1993. A sus Directores y Redactores a quienes no conocí personalmente, pero de quienes tomé las banderas, para tratar de seguir con humildad el camino de servir a Dios trazado en la revista durante casi 70 años.



domingo, 29 de noviembre de 2015

EL MESÍAS (Parte I)



INTRODUCCIÓN: Hace poco mas de dos mil años.

9 “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
10 En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció.
11 A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.
12 Más a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios;
13 los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
14 Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” (Juan 1:9-14)
Hace poco más de dos mil años, un niño nacía en la ciudad Belén, bajo las más humildes condiciones, envuelto en pañales, acostado en un pesebre, y estudiosos científicos (magos los llama la Biblia) caminan desde tierras lejanas en oriente para rendirle tributo porque la palabra de Dios dada por medio de los profetas había llegado a ellos en algún momento: sabían que el Mesías había nacido.
Herodes, rey de Judea, le consideraba una amenaza y mandaba a matar a todos los niños menores de dos años. María y José los padres de aquel niño huían a Egipto con él y allí se refugiarían hasta la muerte del rey. Luego regresarían a Nazaret, en la región de Galilea, donde el niño crecería y se fortalecería llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios era sobre él.
Hace poco más de dos mil años un carpintero de Nazaret era bautizado en el rio Jordán por Juan el bautista.
Su nombre era Jesús. Caminó por polvorientas calles, predicando que la salvación de Dios había llegado a los hombres.
Hace poco más de dos mil años, Jesús anduvo en este mundo, curando enfermos, dando de comer a los hambrientos, y devolviendo la vista a los ciegos.
Los furiosos vientos y las olas del mar se sujetaban a su palabra, y aun la muerte se rindió a sus pies dentro de la tumba de Lázaro, su amigo.
Multitudes le seguían, y poderosos le odiaban. No se hallaba engaño en su boca e intachables era su andar. Perfecto, eternamente santo, como solo Dios puede serlo.
Hace poco más de dos mil años con señales y prodigios, el Señor Jesús caminó en este mundo predicando ser el mesías prometido. Las profecías de los profetas del antiguo testamento se cumplían una tras otra en cada paso que daban sus pies. Creyentes e incrédulos le vieron por igual, unos le siguieron y otros le persiguieron. Todos los suyos le abandonaron, y clavado sobre una cruz experimento la más profunda soledad; hasta el Padre que está en los cielos volvió de él su rostro, y entonces Jesús clamó: “Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado.”
Al momento de su muerte la tierra tembló con violencia y el simbólico velo del templo se rasgó de arriba abajo dejando el acceso libre al lugar santísimo. Y viendo la tierra temblar un centurión romano con gran asombro reconocía “verdaderamente éste era Hijo de Dios.”
Tres días después de esto, ni la muerte le pudo vencer. Y aquel humilde carpintero de Nazaret se levantaba vestido de gloria como Rey de reyes y se elevaba a las nubes del cielo, bajo la mirada de quienes creyeron en él.
Y aquí abajo quedo el testimonio de los hechos que dividieron la historia de la humanidad en dos. Hechos que sin importar como los cuente el hombre, o qué importancia le dé, han sido los que definieron para siempre el destino de las almas de toda la humanidad, pues allá en las profundidades de la historia humana, en el jardín del Edén, poco después de la caída del hombre en el pecado, Dios ya anunció lo que habría de suceder cuando el mesías llegara:
“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” (Génesis 3:15)
Desde el edén, en aquel momento funesto de la historia humana, Dios dio al hombre en aquellas palabras, una difusa luz de esperanza. Los años pasaron y los profetas revelaron cada vez más sobre el plan que Dios tenia para salvar al hombre de la eterna condena por sus pecados. Aquella luz, resplandecía cada vez más, con cada profecía, con cada revelación, primero con la ley la cual era una sombra de aquel salvador prometido (Hebreos 10:1). Luego con los profetas que lo anunciaban y daban testimonio de él (Juan 5:39). Esa luz de esperanza llego a este mundo hace poco más de dos mil años (Juan 8:12).
Sobre él se crearon cientos de religiones, y se escribieron millones de libros. Pero, más allá de todo lo que en estos dos mil años de historia se pudiera escribir sobre él, lo único que importa y que tiene consecuencias reales y practicas sobre cada ser humano, es lo que él vino hacer.
Se lo llama “el mesías” que significa “ungido”; título que la mayoría de los judíos en el mundo se niegan a darle porque no creen que él sea aquel ungido prometido por los profetas. Y entonces Israel sigue esperándole. Esperan al salvador, un libertador que les libere de la opresión, de sus enemigos, y que finalmente reine sobre su pueblo. Pero entonces, de que habla Dios cuando ni Abraham, Isaac, ni Jacob existían. Allá en el Edén cuando Israel solo estaba en la omnisciente mente del Altísimo; cuando Dios dijo que pondría enemistad entre la simiente de la mujer y la de la serpiente. Allí se vislumbró una salvación absoluta, no solo política, sino por sobre todas las cosas espiritual, y no solo para un pueblo, sino para el mundo entero. Es aquella salvación de la que habla el evangelista Juan, cuando dice:
16 Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna.
17 Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.

Todos sabemos que la herida que se produce en el calcañar difícilmente es mortal para un hombre. Sin embargo la herida que se hace en la cabeza de una serpiente significa, con toda seguridad, su muerte. Muy velado estaba implícito en aquellas palabras el plan de Dios, cuando habla de simiente, refiriéndose a la descendencia. Y cuando habla de la herida refiriéndose a una lucha donde dos contendientes, (el descendiente de los hombres y el de la serpiente) se enfrentarían, y donde se herirían mutuamente pero con un resultado absoluto: la serpiente sería derrotada. Sabemos que a Jesús le gustaba referirse a sí mismo como “el hijo del hombre” lo hace en numerosas ocasiones en los evangelios, y uno de los mejores pasajes es en Mateo 12: 40 cuando dice:
“Porque como estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.”
Aquí él se refiere a sí mismo como Hijo del hombre, y anticipa el momento en el que permanecería muerto durante tres días y tres noches luego de su crucifixión.
El Señor eligió llamarse a sí mismo hijo del hombre para que los judíos pudieran recordar aquellas palabras de Dios en las cuales en génesis habla sobre la simiente de la mujer. Y para que pudiesen también entender cuando los profetas profetizaban sobre aquel descendiente de Abraham, de Isaac, de Jacob, de David, que sería el Mesías. Jesús usaba ese término para referirse a sí mismo como aquel segundo Adán (1Corintios 15:45-47), hijo de los hombres. Siendo él Dios mismo (Juan 1:1), también era Hombre, engendrado por el poder del Espíritu Santo y nacido de una virgen (Lucas 1:30-35).
El Señor se identificó plenamente con el hombre, porque en lugar del hombre vino a este mundo, a abogar por la causa de todos los hombres (1 Timoteo 2:5), para obtener para todos los hombres la salvación eterna. Aquella obra fue sin dudas la herida en la cabeza de la serpiente.
Este estudio que comenzamos hoy con esta rápida y variada introducción, tratara sobre la persona y la obra del Señor Jesucristo. Han de ser muchísimos los pasajes que estudiaremos, porque toda la suma de todas las páginas de la biblia apunta en referencia a él. En el mismo momento en que Dios pronuncio aquellas palabras en el Edén, el sentido fue el de manifestar que habría un Mesías, un Salvador para toda la humanidad. Y ha sido la voluntad de Dios revelarnos sobre él, y revelarse el mismo de forma presente, física y real; ¿cuándo? Hace poco más de dos mil años.
He titulado este estudio que hoy comenzamos “el mesías” porque él es el ungido de Dios, el elegido para salvar tanto a judíos  como a gentiles. He elegido ese título para este estudio porque Israel aun le espera, porque ellos saben bien lo que significa esa palabra, pero aun no le conocen. Sobre el mesías, el Señor Jesús, comenzaremos a aprender, y a entender por qué vino, para qué vivió treinta y tres años entre nosotros, por qué era necesario que muriera en una cruz, y por qué era necesario que resucitara de entre los muertos tres días después. Estudiaremos por que los profetas hablaron de él, y qué relación hay entre el Señor Jesucristo y la ley que Dios dio a Moisés. Estudiaremos la relación entre Israel, y el Señor Jesucristo; y aprenderemos también sobre su humanidad como representante de los hombres ante Dios, y de su deidad, e infinito poder, honra y gloria como El Hijo, la segunda persona del trino, eterno, y todopoderoso Dios.
Como cierre de esta introducción quiero dejarle al lector un versículo de un pasaje que estaremos estudiando próximamente, y que habla sobre lo que el Señor Jesucristo vino hacer a este mundo, y el propósito de su obra. ¡Medite en el!
21 Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
22 el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca;
23 quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente;
24 quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.” (1Pedro 2:21-24)


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